viernes, 24 de febrero de 2012

Sin título


 Él es mayor, tiene 60 años, ella 20. Se conocieron hace unos diez. Ella es muy sumisa, ya desde el día en que  la acogió en su casa se dejó agarrar por él sin presentar resistencia. Nunca conoció a sus padres, tampoco a sus hermanas pero pese a lo que se pueda pensar, ella no considera haber tenido una mala infancia, en absoluto. Ella era exactamente lo que él estuvo tanto tiempo buscando.

Él llegó a aprender a controlarla a su antojo, podía hacerla reír a carcajadas, provocarle el llanto más amargo que se pueda llegar a imaginar o hacer que se estremeciera de placer. Y eso a ella le acabó gustando.

Pero estos últimos meses han sido distintos. La edad le juega malas pasadas desde hace un tiempo y empieza a presentar los primeros síntomas del mal de Alzheimer. Se le traban las palabras, le fallan los reflejos... Y descarga la ira que eso le provoca en ella, que continúa pensando que todo forma parte del juego, aunque los golpes hayan empezado a hacerle daño, daño de verdad.

Hoy es él quien llora por ella. Se encuentran ambos en la cama. Ella inmóvil y boca arriba, sobre sus brazos, mientras es acariciada y observada por él, aunque con la mirada perdida. Aún le queda suficiente cordura para saber qué ocurre. Conoce el mal que padece. Sigue llorando a la vez que trastea, a sabiendas de que ya no volverá a poder tocar con ella ninguna de aquellas piezas. Solo consigue arrancarle alguna nota.

Él pasó sus últimos días al lado de su amada guitarra que ahora, tras la marcha de su compañero, llora por primera vez sola, y en silencio.

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