Él es mayor, tiene 60 años, ella 20.
Se conocieron hace unos diez. Ella es muy sumisa, ya desde el
día en que la acogió en su casa se dejó agarrar por él sin
presentar resistencia. Nunca conoció a sus padres, tampoco a sus
hermanas pero pese a lo que se pueda pensar, ella no considera haber
tenido una mala infancia, en absoluto. Ella era exactamente lo que él estuvo tanto tiempo buscando.
Él llegó a aprender a controlarla a
su antojo, podía hacerla reír a carcajadas, provocarle el llanto
más amargo que se pueda llegar a imaginar o hacer que se estremeciera de
placer. Y eso a ella le acabó gustando.
Pero estos últimos meses han sido
distintos. La edad le juega malas pasadas desde hace un tiempo y
empieza a presentar los primeros síntomas del mal de Alzheimer.
Se le traban las palabras, le fallan los reflejos... Y descarga la ira
que eso le provoca en ella, que continúa pensando que todo forma
parte del juego, aunque los golpes hayan empezado a hacerle daño,
daño de verdad.
Hoy es él quien llora por ella. Se
encuentran ambos en la cama. Ella inmóvil y boca arriba, sobre sus
brazos, mientras es acariciada y observada por él, aunque con la
mirada perdida. Aún le queda suficiente cordura para saber qué
ocurre. Conoce el mal que padece. Sigue llorando a la vez que
trastea, a sabiendas de que ya no volverá a poder tocar con ella
ninguna de aquellas piezas. Solo consigue arrancarle alguna nota.
Él pasó sus últimos días al lado de
su amada guitarra que ahora, tras la marcha de su compañero, llora
por primera vez sola, y en silencio.
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